Los desaparecidos en las cárceles de El Salvador

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Los padres de José Alfredo Vega dijeron que solo pudieron identificar el cadáver de su hijo por una cicatriz de la infancia. El cadáver estaba tan hinchado que había quedado irreconocible.

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“De aquí se fue bien”, dijo su padre, Miguel Ángel Vega, recordando la noche de hace casi tres años en que la policía irrumpió en la casa de la familia y se llevó a su hijo. “Era sano”.

Ahora, a los 29 años, José Alfredo estaba muerto en un depósito de cadáveres.

La decisión del presidente Donald Trump de deportar a El Salvador a cientos de personas de las que dice que son miembros de pandillas ha provocado indignación y aprobación en Estados Unidos. Pero la mayoría de los salvadoreños apenas han notado la llegada de los deportados y su absorción en el opaco sistema penal del país.

Aquí en El Salvador, donde decenas de miles de hombres se han visto envueltos en detenciones masivas en los últimos años, la desaparición absoluta de hombres dentro de las cárceles resulta inquietantemente familiar.

Desde 2022, cuando el gobierno del presidente Nayib Bukele impuso el régimen de excepción para sofocar la violencia desenfrenada de las pandillas, unas 80.000 personas han sido encarceladas, lo que supone un aumento de más del triple de la población reclusa de El Salvador. Miles de personas inocentes han sido encerradas sin recursos legales ni comunicación con sus familias, según sus familiares, ex reclusos y grupos defensores de derechos.

En la capital, San Salvador, la gente puede ahora salir por la noche, jugar al fútbol y pasear a los perros sin miedo a la delincuencia.

Se han documentado centenares de muertes dentro de las prisiones de El Salvador, y las familias también han denunciado torturas y mutilaciones. Aun así, Bukele y su estrategia de seguridad siguen siendo increíblemente populares. Las encuestas muestran sistemáticamente que más del 80 por ciento de los salvadoreños aprueban al joven dirigente, y afirman que bajo su gobierno han recuperado un lujo precioso: la posibilidad de caminar con seguridad por sus calles.

“Bukele todo lo está haciendo bien, estamos encantados”, dijo Daniel Francisco de León, residente en San Salvador. “Es otra onda. Esto antes era de robar, robar, robar”.

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Los familiares de los encarcelados afirman que solo ellos saben lo que se esconde tras la estrategia de seguridad de Bukele y su aparente éxito.

“Ni a una nación les digo que hagan lo que hicieron aquí”, dijo Vega, quien identificó el cadáver de su hijo este mes.

En las tiendas del centro de San Salvador se venden camisetas con imágenes del presidente Nayib Bukele.

Incluso algunos salvadoreños que se han visto personalmente perjudicados por la represión tienen palabras de elogio para el presidente.

Cuando Vega acudió a la llamada de la morgue —era la primera vez que sabía de su hijo desde su detención en mayo de 2022—, los cadáveres de otros cuatro presos yacían cerca. Le dijeron que su hijo había muerto por una sepsis.

El grupo salvadoreño de derechos humanos Cristosal ha documentado 378 muertes en prisión desde 2022, aunque el director de Cristosal, Noah Bullock, afirma que es probable que la cifra real sea mucho mayor. Las muertes, dijo Bullock, son el resultado de una “negación intencionada del acceso a necesidades básicas como alimentos, agua, atención médica e higiene”, en algunos casos combinada con maltratos físicos.

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Andrés Guzmán Caballero, comisionado de Derechos Humanos del gobierno, rechazó las afirmaciones de que los presos estuvieran muriendo por negligencia o abusos intencionados, o a un ritmo superior al de la población civil, incluso por los efectos de la desnutrición.

“Es totalmente falso”, dijo en una entrevista.

Guzmán Caballero no pudo proporcionar un número exacto de muertes de presos, pero dijo que hay un índice de mortalidad “muy bajo” en las dos decenas de centros penitenciarios del país.

Andrés Guzmán Caballero, comisionado de Derechos Humanos del gobierno, en su oficina en San Salvador.

Los abogados estadounidenses de los migrantes deportados por el gobierno de Trump y varios miembros del Congreso de Estados Unidos han presionado a las autoridades para obtener información sobre los hombres. Los abogados y familiares afirman que no saben nada de ellos desde que fueron expulsados a mediados de marzo.

Los gobiernos de Estados Unidos y El Salvador se han negado a ofrecer información actualizada sobre su estado de salud o las condiciones en las que se encuentran recluidos, aparte de informar de que el hombre encarcelado con mayor perfil, Kilmar Armando Abrego García, se encuentra en buen estado de salud.

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En la capital del país, San Salvador, las farolas adornadas con la bandera salvadoreña se iluminan al ponerse el sol. Ahora la gente puede permanecer en la calle por la noche.

Agentes de policía patrullan las calles de San Salvador en gran número bajo el régimen de excepción nacional.

“Me gusta decir que hemos liberado a millones de personas”, dijo Bukele a Trump el mes pasado.

Muchos salvadoreños dicen estar de acuerdo. Ahora pueden salir cuando les plazca, jugar al fútbol, pasear a los perros. Ya no son asaltados por pandilleros adolescentes, ni se les pide que entreguen comida o propiedades, ni a sus hijas. Las salas de urgencias que antes rebosaban de víctimas de las pandillas, están en calma.

“Uno era como un animalito en la calle, que un día lo ve y al otro no”, dijo Teresa Lemus, vendedora ambulante. “Ahora estamos 100 por ciento seguros. El dinero yo lo puedo tener en la bolsa”.

El hermano de Lemus fue uno de los encarcelados durante más de un año en el marco de la dura medida, a pesar de su discapacidad, una afección de la columna vertebral que le hizo depender de aparatos ortopédicos en las piernas.

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“Tarde o temprano, sale inocente”, recuerda haberle dicho a la gente.

Teresa Lemus, vendedora ambulante, en San Salvador

Tuvo razón. Pero la carta que exoneraba a su hermano llegó demasiado tarde, después de que muriera este año en una prisión llamada El Penalito, a los 48 años. Cuando lo vio en la morgue, estaba demacrado. La explicación de su muerte, dijo, había sido vaga: depresión, anemia.

Aun así, Lemus no culpa a Bukele.

“Yo estoy bien clara que el presidente no me ha hecho ningún daño”, dijo. “Como en unas cosas nos ha dañado, en otras nos ha ayudado”.

Su hermano, está segura, habría dicho lo mismo.

Este tipo de complejidad puede encontrarse en todo El Salvador, con personas que alaban las drásticas medidas de Bukele incluso cuando revelan el costo personal que han tenido en sus vidas.

Adonay García abandonó los estudios a los 12 años a causa de la guerra entre pandillas en su escuela, dijo. Ahora, con 19 años, puede montar con seguridad una bicicleta alquilada en el centro de la ciudad. Sin embargo, en el momento álgido de las detenciones masivas, dijo, fue detenido durante un mes, interrogado y golpeado por los guardias.

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“Yo dije: ‘No voy a volver a ver a mi familia’”, dijo.

Adonay García fue detenido durante el operativo masivo y retenido por las autoridades durante un mes. Su hermano mayor sigue encarcelado.

El hermano mayor de García fue detenido poco después, y sigue encarcelado.

Aunque las encuestas muestran que Bukele sigue siendo popular, algunos dicen que las altas cifras son señal de que la gente no siente que pueda expresar lo que en realidad es una creciente preocupación pública por el régimen de excepción, conocido aquí simplemente como “el régimen”.

“Tienes una población que dice: ‘Claro que apoyamos al presidente, pero me daría miedo decírtelo si no fuera el caso”, dijo Bullock, del grupo de derechos humanos Cristosal.

Betty, residente en San Salvador que pidió ser identificada solo por su nombre de pila por temor a represalias, coincidió. “El régimen fue excelente, pero hay mucha gente que se ha ido injustamente y han muerto allí”.

Y prosiguió: “Ya la gente está aterrizando y viendo la realidad. Esta personita quiere llegar a ser Dios”.

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Entre quienes se han pronunciado figuran los padres de los desaparecidos, que marchan por la capital portando carteles con las fotos de sus hijos. Entre ellos están Vega y su esposa, Marta González, quien acaba de enterrar a su hijo menor. Tienen otro hijo que sigue en prisión.

Vega y su esposa, Marta González, con fotografías de sus hijos. Uno murió en prisión.

Hace casi dos décadas, cuando creció la amenaza de las pandillas, se mudaron a un remoto pueblo costero para mantener a salvo a sus hijos, dijo Vega. Él trabajaba en una cooperativa camaronera, pescaba y hacía otros trabajos temporales. Sus hijos, con el tiempo, se le unieron.

Los fines de semana, dijo, jugaban al fútbol con una fuerza policial rural enviada por el gobierno para mantener alejadas a las pandillas.

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Entonces llegó al poder un nuevo presidente. Y nuevos policías.

José Alberto fue detenido, y a la mañana siguiente, mientras transportaba camarones, también detuvieron a su hermano, Vidal Adalberto.

Los familiares de los encarcelados pueden comprar paquetes de alimentos y suministros para sus seres queridos recluidos en una prisión de la ciudad de Santa Ana.

La policía llevaba una lista de nombres, dijeron sus padres, pero por lo que saben, ninguno de los dos hijos fue acusado ni se descubrió que tuvieran conexiones con pandillas.

“Hemos andado huyendo para que los hijos no estuvieran en eso”, dijo Vega. “Hemos venido acá para darles una buena crianza y el gobierno los ha matado”.

Desde la detención de los jóvenes, su familia lo ha vendido todo para poder comprar los paquetes de comida y suministros que son lo único que se permite entregar a los presos.

De los encarcelados bajo el régimen de excepción, solo 8000 personas han sido puestas en libertad, según el gobierno.

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Un ex preso, que pidió que no se revelara su nombre porque temía ser detenido de nuevo, dijo que nunca olvidaría su año en dos prisiones, de 2022 a 2023.

“Es un ambiente de muerte”, dijo. “Un ambiente del diablo”.

Su primera parada fue Izalco, una prisión de máxima seguridad en las afueras de la capital.

Un ex recluso, que describió el año que estuvo en dos prisiones como “un ambiente de muerte”

A su llegada, desnudaron a los hombres y les obligaron a caminar entre filas de guardias que les golpeaban con porras, contó. Los hacinaban de tres en tres en literas y los obligaban a repartirse raciones escasas, como frijoles aguados o pasta instantánea. El hombre dijo que había perdido 13 kilos en un mes.

Al final, dijo, lo ubicaron con un grupo de “civiles sin tatuajes”, personas consideradas “colaboradores, en teoría”.

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Luego lo enviaron a un centro penitenciario menos restrictivo al norte de San Salvador, conocido como Mariona. Allí, los detenidos podían salir de sus celdas, dar patadas a una pelota y jugar dominó.

Pero más allá de los controles rutinarios, incluido el pesaje, no había atención médica, dijo el hombre. Muchos presos sufrían “una diarrea de semejante nivel que no conocía”, dijo.

Las familias de los presos enviaban paquetes, pero los guardias retiraban cosas como harina de avena, hojuelas de maíz y galletas, dijo el ex recluso, evitando que los alimentos ricos en calorías llegaran a los presos hambrientos.

Guzmán, el comisionado de Derechos Humanos, lo negó.

“Todas las personas reciben alimentos y todas las personas están bien”, dijo. “Frente a la desnutrición, no hay problema. Digamos que la comida no es de un hotel cinco estrellas, pero todas las personas comen dos, tres tiempos y comen bien”.

Una mañana reciente, en el exterior de una prisión de la ciudad interior de Santa Ana, un hombre sentado en la parte trasera de una furgoneta levantó las manos esposadas mientras el vehículo estaba detenido. Señaló hacia su boca y levantó los dedos para indicar cuántos días hacía que no comía: cuatro.

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Reclusos durante un traslado en Santa Ana, El Salvador.


Annie Correal informa desde Estados Unidos y América Latina para el Times.

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